«Como de costumbre, di una pequeña catequesis a unos peregrinos los invité a que hicieran un minuto de silencio para ofrecerle a Jesús un sufrimiento, una herida todavía dolorosa que tuvieran en su corazón (PS 1). Una señora del grupo se sintió fuertemente interpelada por esta invitación. El dolor que llevaba en su corazón se reavivó intensamente: a lo largo de muchos años de matrimonio no había podido ser madre; además, su marido la había abandonado. Esta herida le parecía incurable y el dolor nunca la dejaba. Clamó en su interior a Dios en aquel momento de silencio, ofreciéndole su herida y suplicándole que viniera en su ayuda. Un tiempo después el grupo visitó el “Pequeño Belén” que tenemos en nuestro jardín donde la Sagrada Familia está en tamaño natural. Observé que ni bien entró en el establo, aquella señora cayó de rodillas ante el pesebre donde descansa el Niño Jesús. Parecía que le presentaba a Dios todo su dolor en el silencio de su oración. Esto duró muy poco tiempo; de repente giró hacia mí y exclamó, radiante de alegría: “’¡El Niño Jesús acaba de hablar a mi corazón! Comprendí en el alma que me decía: “¡Tu Hijo soy Yo!”
Conmovida ante semejante gracia, tomó de inmediato al Niño en sus brazos y lo cubrió de besos, llorando de alegría: ¡el Niño Dios había venido en persona para sanarla en respuesta a la ofrenda de su herida! Él quiso colmar ese vacío materno tan doloroso. En los días subsiguientes, la señora hablaba del Niño a cuantos se le acercaban.»